Volar, lo que se dice volar, no vuelo.
Flotan las cenizas de la fogata causante de la reunión de la gente. A decir verdad, creíamos ascender juntos. Era un revoloteo de veinte, tal vez unos menos. Empezaron como algunas instrucciones precarias que luchaban para convertirse en experiencia. Al comienzo, dudé que pudiéramos conectar. Sin embargo, bastó sólo un segundo para cerrar los ojos y elevarnos.
Arda.
Viaje.
Siéntese.
Cierre los ojos.
Sea leve.
Sea un objeto.
Úntese.
No se salte la instrucción.
Cállese.
Beba.
Piense.
Repita.
Concéntrese.
Pase el signo.
No ensucie el piso.
Lávese los pies.
Frótese y límpiese.
Los signos inofensivos se entrelazaban, se compenetraban. Que bien se sentía mi pie rozando la tierra húmeda, beber del agua que tomaban todos, el calor de las hojas en mi frente y el roce de la tela en mi piel. Se me olvidó la casa que me causaba temor y la nostalgia que me había perseguido por todo el camino. Incluso, pensé que al acabarse los signos se terminaría la experiencia, pero me di cuenta de que era sólo el comienzo.
Los rituales siempre me habían parecido algo pesado y nunca imaginé que podría «dirigir» uno. Se necesita una persona a cargo que proponga una situación- o en algunos casos que la cree por completo-, de las instrucciones adecuadas para que todos puedan conectarse y lo más importante, no se vea afectada si a nadie le interesa lo que dices. Algunos se lo tomaron un poco a chiste y eso estuvo bien, otros no entendían el porqué de las instrucciones, pero accedieron a todo. Otros, como Linda, se lo tomaron muy enserio de p a pá y unos cuantos no hacían más que mirar el fuego. A decir verdad, no esperaba más, pero tampoco esperaba menos.
Volar, lo que se dice volar, no vuelo.